Pirineos. Revista de Ecología de Montaña 178
Enero-Diciembre, 2023, rb001
ISSN: 0373-2568, eISSN: 1988-4281

RESEÑA BIBLIOGRÁFICA

José M. García-Ruiz

Instituto Pirenaico de Ecología, CSIC, Zaragoza

Serrano, E., 2023. Glaciares, cultura y patrimonio. La huella cultural de los glaciares pirenaicos. Universidad de Valladolid, 401 pp., Valladolid.

Comenzaré esta reseña con una breve introducción personal para que se comprenda mi gran interés por el contenido de este libro en cuanto tuve noticias de su publicación. La mayor parte de los grandes entusiastas de los glaciares (entusiastas en el más amplio sentido de la palabra: desde la estética de las masas de hielo en alta montaña hasta su valor como objetivos científicos) se inician en la alta montaña desde muy jóvenes. No fue mi caso. No tuve experiencia montañera hasta mis estudios de Geografía en la Universidad de Zaragoza y siempre me quedé muy lejos de los glaciares. En 1975 publiqué un primer estudio sobre glaciarismo de la Sierra de la Demanda animado por el Prof. Salvador Mensua. Hacia 1976 vi a poca distancia los glaciares de Aneto y Maladeta. En 1981 empecé a trabajar desde un punto de vista geomorfológico en el circo de Marboré y la proximidad de los dos glaciares de Monte Perdido me dejó una huella imborrable. Entonces el que hoy se considera glaciar inferior finalizaba en un abrupto escarpe de hielo que tendría unos 40 metros de espesor, y conforme se desplazaba hacia el abismo en que terminaba producía aludes de hielo que me parecían impresionantes, acompañados del ruido típico del movimiento glaciar. Entonces fui consciente de que para un geógrafo nada podía compararse a la contemplación y estudio de los glaciares, cualquiera que fuese su dimensión. Luego tuve otras experiencias en glaciares pirenaicos igualmente impactantes: en primer lugar, porque, aunque la mayor parte de los glaciares visitados son de pequeñas dimensiones, su contemplación es uno de los espectáculos más maravillosos de los que puede disfrutarse en la naturaleza; y en segundo lugar, porque lo que he visto con el paso del tiempo es una decadencia rápida de los glaciares que deja un amargo sabor, la idea de que la pérdida va a ser muy rápida. Muchos glaciares pirenaicos han desaparecido mientras crecía mi interés por ellos, otros habían desaparecido en las décadas de 1960 y 1970 (por ejemplo, un glaciar situado al suroeste del Cilindro, convertido ya en 1956 en una placa de hielo sin neviza en su superficie).

He narrado todo lo anterior porque estoy seguro de que el autor de este libro ha tenido sentimientos muy parecidos a los míos, pero acrecentados por su mayor experiencia glaciológica. La mía es anecdótica, aunque vivida con intensidad. Él, en cambio, es un verdadero glaciólogo, clásico y moderno a la vez, clásico porque le gusta observar las características de cada glaciar y su evolución, medida en retroceso de su frente, en recorte de sus dimensiones y en rebajamiento de su espesor; y moderno porque le gusta medir el movimiento del hielo, observar los cambios geomorfológicos que se producen en los frentes deglaciados. Y lo que más le gusta es comparar las formas y dimensiones de los glaciares en el siglo XIX con los registros de la segunda mitad del siglo XX y la actualidad. Este libro es una síntesis de todo ello, de su pasión por los glaciares (que ha ampliado a otras montañas del mundo, en los Andes, Groenlandia y la Antártida entre otros muchos lugares), por descubrir en trabajos de otros científicos y observadores que le precedieron los detalles de los glaciares pirenaicos, por cuantificar las pérdidas actuales en las masas de hielo y a la vez por intentar descubrir que algunas de ellas todavía se mueven para poder justificar que son verdaderos glaciares.

El libro se inicia con un prólogo de Eduardo Martínez de Pisón, uno de los grandes hombres de la montaña de las últimas décadas, junto con Bruno Messerli y Jack D. Ives. Es alguien que me recuerda mucho a John Muir, un luchador por las causas más justas de cualquier valle o montaña en España, tanto en su Sierra de Guadarrama como en los Pirineos. Como John Muir, Eduardo vive la belleza de las montañas como un patrimonio que debemos cuidar y proteger frente al crecimiento del urbanismo, generalmente mal planificado y peor diseñado, la construcción de estaciones de esquí, la expansión irracional de vías de comunicación que no contribuyen a mejorar el paisaje, su funcionalidad o su aprovechamiento. Lean el prólogo porque es una maravilla, entre la nostalgia y la admiración por todo lo que ha visto y disfrutado, también su homenaje a los grandes pirineístas que le han precedido desde la segunda mitad del siglo XIX. Léanlo como preparación al contenido del libro, que es, ya lo adelanto, un compendio casi inenarrable de los conocimientos que ha acumulado Enrique Serrano durante su ya larga y fructífera experiencia científica.

He de confesar que me ha parecido un libro sorprendente por la enorme cantidad de información que contiene, expuesta de manera ordenada, lo cual no era nada sencillo y también por la profunda erudición que nos muestra el autor. Conozco su obra científica, excelente y voluminosa, pero lo que comprobamos en este libro es algo más: la exposición exuberante de una suma de conocimientos que exceden a su trabajo científico habitual. Comienza el libro con un breve capítulo dedicado a exponer su visión general acerca de los glaciares y lo que representan a escala planetaria: su importancia paisajística y emotiva y, cómo no, su trascendencia hidrológica, especialmente en las montañas semiáridas o rodeadas de tierras bajas con escasas precipitaciones (por ej., el noroeste de China o las áreas costeras de Chile y Perú, tan dependientes de los caudales procedentes de los glaciares). Una tabla al final del capítulo refleja el valor de los glaciares como patrimonio natural y cultural. Es en este último aspecto en el que el autor se centra a lo largo del libro, sin desdeñar algunas referencias ocasionales al movimiento de los hielos pirenaicos o a los depósitos que han abandonado desde la Pequeña Edad del Hielo.

El capítulo 2 se centra en el estado actual de los glaciares, incluyendo información sobre los macizos pirenaicos que han acogido glaciares durante la Pequeña Edad del Hielo, y la superficie que ocupaban en 1984, 2008 y 2016 aquellos glaciares que, de momento, han sobrevivido al incremento de temperatura tras la Pequeña Edad del Hielo y a la aceleración experimentada desde 1970 aproximadamente. La Tabla 2.3, que incluye esa información, no da oportunidad a la esperanza a todos aquellos que se han emocionado con la observación de los glaciares. Es más, me temo, a partir de los trabajos más recientes de Ixeia Vidaller y otros autores sobre el conjunto de glaciares pirenaicos y sobre el glaciar del Aneto en particular, que algunos de los glaciares presentes en la tabla han pasado a ser simples heleros sin apenas movimiento y con superficies exiguas. No estoy seguro de que, salvo buena voluntad, los antiguos y espléndidos glaciares de Tempestades o Barrancs puedan ser incluidos en la lista. Las últimas fotografías del glaciar del Aneto nos obligan a pasar página de lo que un día fue ese glaciar hasta la década de 1980, salvo que pensemos obtener algún beneficio intelectual de la nostalgia. Enrique Serrano describe cada uno de los glaciares, informa sobre la altitud a la que se encuentra la línea de equilibrio glaciar, su evolución en cuanto a superficie y espesor del hielo o la presencia de grietas que puedan sugerir cierto movimiento. Sólo un detalle sobre este imprescindible capítulo: En la Tabla 2.4 sería necesario corregir el porcentaje de pérdida que han sufrido los glaciares más representativos porque contiene errores.

El capítulo 3 presenta el descubrimiento de los hielos pirenaicos por parte de los primeros pirineístas (¿Por qué algunas veces hemos escrito, yo en particular, “pireneístas”? ¿Quizás por influencia francesa? No lo haré más). Aquí el autor parece emocionarse a medida que habla de los primeros aventureros, generalmente nobles o burgueses con tiempo libre y notable ilustración, gentes que, a pesar de las distancias y de las dificultades de los medios de comunicación o de la ausencia de infraestructuras para acoger a los viajeros se atrevieron a penetrar en el interior de los valles del Pirineo Central, tanto español como francés. Con medios técnicos verdaderamente primitivos para acometer una escalada o para atravesar una masa de hielo con fuertes pendientes, esos aventureros pasaron por encima de frentes glaciares aún dinámicos y abruptos, por grietas de gran profundidad, sortearon las rimayas y alcanzaron cimas que todavía hoy ofrecen notable dificultad. Surgen así los nombres, entre muchos otros, de Louis Ramond de Carbonnières ¡desde agosto de 1777, nada menos!, Louis Cordier, Jean de Charpentier, Platon Tchihatcheff, A. de Franqueville, H. Cazaux, Henri Russell (uno de los más destacados, no solo por su espíritu aventurero y sus hazañas, también por sus excentricidades), E. Trutal (el primer fotógrafo), Lucien Briet y Franz Schrader (el más destacado cartógrafo de los glaciares, un verdadero referente para comparar la extensión de los glaciares de finales del siglo XIX con las mediciones y cartografías posteriores). Hay muchos más nombres a lo largo del libro, todos héroes en busca de la sorpresa y la admiración, de la imagen imborrable de un glaciar en pleno mes de agosto, cuando los glaciares todavía tenían una capa de neviza que aseguraba su renovación y prolongación en el tiempo; el descubrimiento de las grietas, la notable cascada de seracs que fotografió Lucien Briet en el Monte Perdido en la foto tomada de frente en el circo de Marboré (página 212) y la captada oblicuamente desde uno de los escarpes que se precipitan hacia el valle de Pineta (página 285), para el autor las dos mejores imágenes que reflejan la grandiosidad de algunos de los glaciares pirenaicos, por su calidad y por su significado. Esa cascada de seracs es grandiosa por su belleza, por su dinamismo y porque refleja lo que fue el glaciar de Monte Perdido. Y también porque sugiere lo que fue en un momento no muy anterior, durante la máxima expansión del glaciar, probablemente a finales del siglo XVII o comienzos del XVIII. En la foto que está tomada de frente, Lucien Briet está sobre la gran morrena al pie de la gran pared septentrional de Monte Perdido, reflejando la extensión y gran espesor que debió alcanzar el glaciar siglo y medio o dos siglos antes.

Pero no nos desviemos. En el capítulo 4 Enrique Serrano pasa a analizar los progresos cartográficos de los glaciares pirenaicos, con apartado especial para Franz Schrader. Hay mapas para todos los gustos y técnicas de representación, aunque debemos de reconocer que pocos de ellos pueden considerarse acertados, excepto los de Schrader, geógrafo y topógrafo. Este autor dio por primera vez forma a los glaciares, aunque probablemente falló en la precisión de algunos límites. A finales del siglo XIX todavía los glaciares estaban cubiertos de nieve buena parte del verano y no debía ser fácil distinguirla de la extensión ocupada por el hielo. Pero es un error menor. La cartografía mejoró notablemente desde comienzos del siglo XX, siempre del lado francés (por ejemplo, el excelente mapa de los glaciares orientales del Pic Long en 1906, o el muy detallado mapa del glaciar de Ossoue de 1929). Costó mucho llegar a mayores precisiones, como el mapa de 1945 sobre los Montes Malditos.

En el capítulo 5 se nos muestra el inicio de los estudios glaciológicos, inicialmente de manera precientífica, a imitación de lo que se había empezado a hacer en los Alpes unas décadas antes. Es este un capítulo que no habrá resultado fácil para el autor, por la dispersión de las fuentes de información y por la pobreza de los resultados obtenidos en los primeros momentos. También le habrá resultado un tanto decepcionante, dada la ausencia de aproximaciones científicas del lado español hasta mediados del siglo XX, destacando los trabajos de Francisco Hernández Pacheco, Carlos Vidal Box, Joaquín Gómez de Llarena, Luis García Sáinz, y Noel Llopis, y, desde la década de 1970, Eduardo Martínez de Pisón abriendo camino a muchos otros, mientras la contribución francesa cuenta con las aportaciones de Roger Plandé y Pierre Barrère. Es entonces cuando comienzan las primeras mediciones plenamente científicas de la superficie de los glaciares y de su retroceso, tomando como referencia los mapas de Schrader o la posición de las morrenas frontales durante la Pequeña Edad del Hielo.

El capítulo 6 está dedicado a la representación artística de los glaciares. Varios pirineístas eran dibujantes y pintores que encontraron en los glaciares una motivación artística. Algunos preceden en su actividad a las primeras fotografías y otros son un complemento de estas últimas desde la segunda mitad del siglo XIX. Enrique Serrano presenta en este capítulo algunos ejemplos de pinturas y grabados que son llamativamente buenos. Destacan, por ejemplo, el fondo del valle de Estaubé con la cumbre de Monte Perdido al fondo (1801), de Louis Ramond de Carbonnières, el glaciar de Oulettes de Gaube (1820), macizo de Vignemale, de N. Chapuy, el glaciar de la Maladeta desde el puerto de Benasque (1833), de Violet-Le-Duc o los más recientes de Franz Schrader. Todos ellos fueron capaces de recoger, con suficiente perspectiva, la grandiosidad de los paisajes pirenaicos y la mezcla de bosque, rocas, nieve y hielo. Llama también la atención un cuadro de Carlos Vidal Box del glaciar de Monte Perdido realizado en 1945 desde el pico o el collado de Marboré. Y aunque el autor del libro alude también a la gran contribución de Eduardo Martínez de Pisón, quiero añadir la que, al menos por lo que yo conozco, es la mayor contribución de Eduardo al dibujo de los Pirineos: El Valle de Tena, un paisaje modelado por el hielo, publicado por el Gobierno de Aragón en 1996. Un libro de valor incalculable.

La importancia de la fotografía como testimonio de lo que fueron los glaciares pirenaicos en el último siglo y medio se pone de manifiesto en el capítulo 7. Llama la atención la primera fotografía conocida, realizada por J. Vigier en 1853 desde el puerto de Benasque. En ella se nos presenta el glaciar de la Maladeta en todo su esplendor, aunque la presencia de mucha nieve no permite distinguir bien los límites del hielo. No estarían muy lejos de lo que conocemos como morrenas de la Pequeña Edad del Hielo. Es mejor otra fotografía del mismo glaciar tomada por A. Civiale en 1857 también desde el puerto de Benasque. Ahí se ve el magnífico glaciar de la Maladeta, en el que puede distinguirse la línea de equilibrio glaciar y la parte inferior con el hielo al descubierto. Un espectáculo y a la vez un referente para los científicos posteriores. Ya hemos citado más arriba las fotografías de Lucien Briet, que son un testimonio impresionante de lo que fue el glaciar de Monte Perdido. Pero Lucien Briet paseó por muchos otros lugares del Pirineo Central y los fotografió como él solía hacerlo, arriesgando para tomar la mejor imagen posible y así captar los matices del hielo, los detalles tan valiosos. Otros fotógrafos han contribuido a que se pueda seguir paso a paso la evolución de los glaciares, especialmente la de los más extensos (Monte Perdido, Maladeta, Aneto y Vignemale), en particular la cascada de seracs de la cara norte de Monte Perdido. Y resulta espectacular la fotografía de la gran grieta longitudinal del glaciar de Ossoue, tomada por M. Mays en 1898.

El libro todavía contiene más sorpresas, como es el capítulo 8 dedicado a cuestiones lingüísticas y toponímicas: los nombres relacionados con el hielo en aragonés y el posible origen etimológico de los nombres de los glaciares pirenaicos. Es un capítulo cuando menos curioso y con mucho interés, que confirma la erudición de Enrique Serrano. Se atreve con una especialidad tan resbaladiza como la etimología y sale bien parado al analizar los nombres de los glaciares en cada uno de los macizos. Resulta curiosa la variedad de nombres que reciben los glaciares en español, aragonés (chelegar, zerrella, crepaza), gascón (counyésto) y occitano (seil). También es interesante (Cuadro 8.2) que la etimología de los glaciares pirenaicos relaciona sus nombres con algunas de sus características en patués, aragonés o gascón.

El último capítulo está dedicado a la patrimonialización de los glaciares pirenaicos y su conversión en Monumentos naturales desde 2007 en el caso de los glaciares españoles, todo ellos en Aragón, mientras que los franceses se encuentran protegidos por la ley de creación del Parc National des Pyrénées en 1967.

Los pirineístas y los glaciaristas encontrarán en este libro mucha información para aprender sobre la evolución de los glaciares pirenaicos y sobre sus aspectos culturales; un libro que refleja la gran historia que hay tras el descubrimiento, conquista y medición de esos glaciares, que solo ha sido posible por el empeño, búsqueda de referencias, acumulación de información y reflexión que Enrique Serrano ha sido capaz de hacer. Su elaboración no ha debido ser fácil; ha sido necesario mucho tiempo; también mucha admiración hacia los paisajes del hielo, hacia la morfología de los glaciares y hacia la cultura que, en forma de fotografías, pinturas, grabados, mapas y escritos, nos han legado quienes mucho antes que nosotros quedaron deslumbrados por la neviza, el hielo, las grietas y los grandes escarpes. Un libro diseñado y elaborado de la manera más altruista posible, un libro imprescindible.